Uno de los gritos de batalla de los “cristianos revolucionarios” en los años setenta, fue el de la “opción por los pobres”. Traducido al lenguaje político quería significar que los cristianos debían apoyar aquellas políticas y políticos más comprometidos con los intereses de los pobres. Cristo, argumentaban, siempre tuvo una predilección especial por los más necesitados.
El argumento, en realidad, tenía fundamentos evangélicos. El problema es que se interpretó estrechamente para significar que los cristianos debían optar por una fuerza política determinada; el FSLN. El Vaticano matizó el concepto aclarando que la opción por los pobres debía ser preferencial pero no exclusiva, y que no podía reducirse a posturas meramente políticas: Cristo había optado también por los pecadores.
Purificada de sus interpretaciones partidistas, la opción preferencial por los pobres es una guía excelente para orientar las acciones políticas. En última instancia es nada más que un llamado a la equidad; a que así como las brújulas apuntan siempre al norte, las políticas públicas favorezcan, de preferencia, a los más vulnerables. En educación esto se traduce en una política de gastos que privilegie la enseñanza destinada a los más pobres —aunque sin excluir a quienes no lo son. Desafortunadamente, esto no está ocurriendo. Lo revela el análisis del gasto: tanto en el período de los llamados “gobiernos neoliberales”, como en el actual período “solidario socialista”, lo que se ha venido invirtiendo en educar a los más pobres ha sido desproporcionadamente menor a lo que se ha venido gastando a favor de sectores con mejores ingresos.
La educación con la mayor clientela de alumnos pobres es la enseñanza primaria. La educación con la menor clientela de pobres es la universitaria. De acuerdo a la Encuesta Nacional de Hogares, cuando se distribuye a toda la población en diez percentiles de ingresos, de los más ricos a los más pobres, el 70.6 por ciento de los universitarios se ubican en los tres deciles más altos, mientras que solo el 2.6 por ciento cae en los tres últimos. Con la primaria pública pasa casi al revés: la minoría de sus estudiantes está entre los menos pobres, mientras que una gran mayoría, cercana al 70 por ciento, pertenece a los deciles más pobres.
Sin embargo, en lugar de ir favoreciendo a la primaria en la distribución del presupuesto educativo, Nicaragua ha hecho lo contrario. Mientras en 1999 se destinaba el 0.53% del PIB (Producto Interno Bruto) a la educación universitaria, y un 3.29 a primaria y secundaria juntas, en el 2011 la proporción de la primera se había más que triplicado, subiendo a 1.85%, mientas que la cuota de las dos últimas apenas llegaba a 3.6% (Funides). En el ámbito de la región, mientras lo normal es que se gaste 3 veces por estudiante universitario que por estudiante de primaria, en Nicaragua se gasta 6 veces más. Mientras en Latinoamérica se gasta como promedio el 18% del presupuesto educativo en las universidades, en Nicaragua se gasta el 29.5%.
Esta disparidad en el gasto ha contribuido, junto con otros factores, a que un 20% de la niñez nicaragüense quede totalmente fuera del sistema educativo, a tener las tasas de deserción escolar más altas de Centroamérica, a que nuestros docentes tengan los salarios más bajos de la región, y a que nuestra primaria esté entre las diez peores del mundo.
Es hora de revisar nuestras políticas educativas y canalizar una mayor proporción del gasto social hacia la educación básica. Un gobierno que aspira a que se le reconozca como cristiano y solidario, debería hacer de la educación de los más pobres su mayor prioridad. Está por verse.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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